LA FUENTE MALA
En Raneros, se conserva la memoria de la fuente
buena y de la fuente mala. Ambas hoy desaparecidas.
Cerca de la Iglesia, en la zona en la que un día
muy lejano pudo estar un asentamiento romano, como parada obligada de las
legiones del imperio en su camino del campamento legionense hacia la augusta
Astúrica, se encuentra la fuente buena. Apartada de las casas, la fuente buena
albergaba en su seno el agua que luego será bendecida por el sacerdote. Es la
fuente del agua bendita. Es la fuente que purifica, que sana, que fortalece las
almas de los parroquianos. Su agua se ofrece, se regala, se asperge, se bebe.
Es el agua buena, el agua bendita, el agua milagrosa, el agua sin la cual
ningún vecino puede pasar, el agua que se ofrece a los que están fuera cuando
regresan; el agua de la que, por si acaso, toman un sorbito clandestino hasta
los más escépticos, cuando nadie los ve,
Pero no todas las fuentes disfrutan de ese
encanto bondadoso.
Otras fuentes albergan en su seno de lamas a los
genios y a sus dueños; también espantos, xanas, sacrificios y miradas; acaso,
según algunos entendidos en las leyendas antiguas, susurros y besos.
Bajo sus aguas retenidas en charcas, balsas,
estanques, albercas y lavaderos viven todas esas extrañas y poderosas
criaturas. Muchos hombres rudos y muchas mujeres decididas han sucumbido bajo
su influjo.
El agua misteriosa parece que llama, que invita,
que incita al encuentro, a ir un poco más allá, a desvelar sus secretos. La
fuente promete un viaje desconocido y nuevo, como si un tesoro ávido por ser
descubierto habitara sus oscuras aguas esperando su rescate como una moza
casadera.
Por las mañanas, la fuente espera, retozona,
tranquila, a sabiendas de la visita diaria que no se va a postergar. Saluda a
las madrugadoras con una canción entusiasta y se prepara para el asalto cuando
el sol se enseñorea sobre el horizonte.
Por el día, el agua de la fuente habla con un
discurso brillante y dicharachero, pleno de dimes y diretes, plagado de voces y
canciones, leyendas, mentiras, comadreos y lamentos. La fuente habla y refleja
otra vez las voces como si fueran rayos de sol.
La fuente calla en la noche oscura, baila con
las estrellas y se somete a la luna mientras juega con ella a construir un
rompecabezas eterno, que se compone y destruye como el manto de Penélope. Por
la noche se siente sola y un poco desesperada, añora los juegos y las risas.
Quisiera compañía y alboroto y, abandonada por todos, se sume triste y
silenciosa en la negrura.
Pero es por la tarde cuando comienza a sentir su
soledad con el sol crepuscular que se va con su alegría. Ese momento de
tránsito hacia la nada y el silencio se convierte en un desespero y la fuente
urde en ese instante sus malas mañas, sus peores artes.
Y así sucedió con la fuente mala en un atardecer
sediento de finales de verano. Llamó con voz melosa a una niña rezagada que,
abandonada por las otras, quedó sola lavando ya con prisa los trapitos de su
muñeca. Y la niña, absorta y confiada, entró en sus brazos. Sólo su madre fue
capaz de sacarla fría, blanca y asustada para siempre. Sin luz quedó la niña.
Sin voz la madre.
Y la fuente recibió su propio bautismo y hasta
que desapareció bajo el asfalto de los años nuevos, se la conoció como FUENTE
MALA.
La fuente mala estaba a mitad de camino entre el
reguero y la Prazuela, en medio de la cuesta y a ella acudían las vecinas de
Raneros a lavar la ropa, tanto las del barrio de arriba como las del barrio de
abajo.
Pudo ser allá por 1890, según cuenta Erme. En la
fuente mala se ahogó aquella niña. Su nombre era Beatriz. Pero se dice que
estaba lavando los trapitos de su muñeca con otra niña cuando llegó la hora de
cenar. La otra se fue corriendo a una voz de su madre y la pobre desgraciada se
quedó sola, a medio oscurecer, en la fuente. Su madre, extrañada por la
tardanza, después de vocear largamente desde la plaza, con el pecho traspasado
por la congoja y el miedo reluciendo en sus ojos, cogió un varal y se fue
derecha hacia el lavadero. La muñeca reposaba en el borde, contra el polvo
seco. Exhalando un grito que dejó memoria hundida en la casa que luego
habitarían unos vecinos nuevos venidos de los mares, palpó con la mano y luego
con la vara recorrió todos los ángulos oscuros de la fuente cenagosa. Y allí,
en el fondo se tropezó con el cuerpecito de la niña.
Nadie recuerda los funerales. La huella de la
familia se ha borrado, sin nombres, sin nada. Dicen que se fue ella a servir a
Madrid y que nunca regresó al pueblo en el que perdió a su pequeña. Alguna
mujer que servía también en Madrid, en casa de unos señoritos, habló alguna vez
de ella. La había visto, la había reconocido pero esa madre, que nunca más
quiso hablar con nadie del pueblo, tenía una mirada hundida, sus ojos habitaban
el abismo, evocaban una tristeza surtida de un deseo escondido de desaparecer.
Con el correr de los años, la fuente mala
continuó ofreciendo su manantial y fue lavadero y caño. Siempre estaba repleta
de mujeres lavando, allí, frotando la ropa contra las tajas, o contra el
granito. Muchas tertulias, muchos comadreos, muchos dimes y diretes, muchos
trajes se cortaron en la fuente mala.
Pero nunca más se vio a una niña lavando sus
trapitos.
José Luis Alonso Díez (Pepín)
23 de julio de 2012
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