lunes, 23 de julio de 2012

"CUENTOS DEL PUEBLÍN 3"


         LA FUENTE MALA

 
    En Raneros, se conserva la memoria de la fuente buena y de la fuente mala. Ambas hoy desaparecidas.

     Cerca de la Iglesia, en la zona en la que un día muy lejano pudo estar un asentamiento romano, como parada obligada de las legiones del imperio en su camino del campamento legionense hacia la augusta Astúrica, se encuentra la fuente buena. Apartada de las casas, la fuente buena albergaba en su seno el agua que luego será bendecida por el sacerdote. Es la fuente del agua bendita. Es la fuente que purifica, que sana, que fortalece las almas de los parroquianos. Su agua se ofrece, se regala, se asperge, se bebe. Es el agua buena, el agua bendita, el agua milagrosa, el agua sin la cual ningún vecino puede pasar, el agua que se ofrece a los que están fuera cuando regresan; el agua de la que, por si acaso, toman un sorbito clandestino hasta los más escépticos, cuando nadie los ve,

      Pero no todas las fuentes disfrutan de ese encanto bondadoso.

    Otras fuentes albergan en su seno de lamas a los genios y a sus dueños; también espantos, xanas, sacrificios y miradas; acaso, según algunos entendidos en las leyendas antiguas, susurros y besos.

    Bajo sus aguas retenidas en charcas, balsas, estanques, albercas y lavaderos viven todas esas extrañas y poderosas criaturas. Muchos hombres rudos y muchas mujeres decididas han sucumbido bajo su influjo.

      El agua misteriosa parece que llama, que invita, que incita al encuentro, a ir un poco más allá, a desvelar sus secretos. La fuente promete un viaje desconocido y nuevo, como si un tesoro ávido por ser descubierto habitara sus oscuras aguas esperando su rescate como una moza casadera.

     Por las mañanas, la fuente espera, retozona, tranquila, a sabiendas de la visita diaria que no se va a postergar. Saluda a las madrugadoras con una canción entusiasta y se prepara para el asalto cuando el sol se enseñorea sobre el horizonte.

   Por el día, el agua de la fuente habla con un discurso brillante y dicharachero, pleno de dimes y diretes, plagado de voces y canciones, leyendas, mentiras, comadreos y lamentos. La fuente habla y refleja otra vez las voces como si fueran rayos de sol.

     La fuente calla en la noche oscura, baila con las estrellas y se somete a la luna mientras juega con ella a construir un rompecabezas eterno, que se compone y destruye como el manto de Penélope. Por la noche se siente sola y un poco desesperada, añora los juegos y las risas. Quisiera compañía y alboroto y, abandonada por todos, se sume triste y silenciosa en la negrura.

    Pero es por la tarde cuando comienza a sentir su soledad con el sol crepuscular que se va con su alegría. Ese momento de tránsito hacia la nada y el silencio se convierte en un desespero y la fuente urde en ese instante sus malas mañas, sus peores artes.

    Y así sucedió con la fuente mala en un atardecer sediento de finales de verano. Llamó con voz melosa a una niña rezagada que, abandonada por las otras, quedó sola lavando ya con prisa los trapitos de su muñeca. Y la niña, absorta y confiada, entró en sus brazos. Sólo su madre fue capaz de sacarla fría, blanca y asustada para siempre. Sin luz quedó la niña. Sin voz la madre.

    Y la fuente recibió su propio bautismo y hasta que desapareció bajo el asfalto de los años nuevos, se la conoció como FUENTE MALA.

     La fuente mala estaba a mitad de camino entre el reguero y la Prazuela, en medio de la cuesta y a ella acudían las vecinas de Raneros a lavar la ropa, tanto las del barrio de arriba como las del barrio de abajo.

    Pudo ser allá por 1890, según cuenta Erme. En la fuente mala se ahogó aquella niña. Su nombre era Beatriz. Pero se dice que estaba lavando los trapitos de su muñeca con otra niña cuando llegó la hora de cenar. La otra se fue corriendo a una voz de su madre y la pobre desgraciada se quedó sola, a medio oscurecer, en la fuente. Su madre, extrañada por la tardanza, después de vocear largamente desde la plaza, con el pecho traspasado por la congoja y el miedo reluciendo en sus ojos, cogió un varal y se fue derecha hacia el lavadero. La muñeca reposaba en el borde, contra el polvo seco. Exhalando un grito que dejó memoria hundida en la casa que luego habitarían unos vecinos nuevos venidos de los mares, palpó con la mano y luego con la vara recorrió todos los ángulos oscuros de la fuente cenagosa. Y allí, en el fondo se tropezó con el cuerpecito de la niña.

    Nadie recuerda los funerales. La huella de la familia se ha borrado, sin nombres, sin nada. Dicen que se fue ella a servir a Madrid y que nunca regresó al pueblo en el que perdió a su pequeña. Alguna mujer que servía también en Madrid, en casa de unos señoritos, habló alguna vez de ella. La había visto, la había reconocido pero esa madre, que nunca más quiso hablar con nadie del pueblo, tenía una mirada hundida, sus ojos habitaban el abismo, evocaban una tristeza surtida de un deseo escondido de desaparecer.

     Con el correr de los años, la fuente mala continuó ofreciendo su manantial y fue lavadero y caño. Siempre estaba repleta de mujeres lavando, allí, frotando la ropa contra las tajas, o contra el granito. Muchas tertulias, muchos comadreos, muchos dimes y diretes, muchos trajes se cortaron en la fuente mala.

     Pero nunca más se vio a una niña lavando sus trapitos.





José Luis Alonso Díez (Pepín)
23 de julio de 2012
 

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