Mal día
para morir
Año 1940. La señora Rosa estaba lavando las
comederas de los pavos en el pozo de la prazuela. Ese pozo que en esa época era
caño y lavadero. Caño de poca agua, que se eternizaban las mozas para llenar un
botijo, no digo ya dos calderos. Luego lo excavaron y lo hicieron pozo con
brocal de ladrillo, así con cerramiento oblicuo, que hubiera terminado en
cúpula, de modo que cuando uno se asomaba a él, daba esa sensación de vértigo,
de vacío, de asomarse al abismo negro de las aguas. Junto a ella, Maruja,
Leonisa, Nines, María, y Amparo hablaban de sus cosas cuando oyeron voces
destempladas:
-¡Que se murió la Tía Wenceslada!,¡Que se murió
la Tía Wenceslada!
En la casa de la Tía Wenceslada era día de
matanza, día importante. Manuela y Leonardo, sus hijos, se encargaban del
sacrificio del cerdo con la ayuda de los vecinos. En medio del corral agonizaba
el gocho sangrando con generosidad. Allí se afanaban unos en la matanza y la
chamusquina y otras en revolver la sangre para que fuera aprovechada más tarde
para las bienaventuradas morcillas. Los niños esperaban anhelantes a que
comenzaran a abrirlo y vaciarlo porque con la vejiga se hacían un balón que
duraba varios días. No faltaba el abuelo socarrón que, dirigiéndose al cerdo en
medio de sus chillidos, dijera eso de “De que te quejarás, si tuvieras que ir
mañana a la escuela, como estos pobres infelices”. Todos se reían, aquello era
una fiesta, la fiesta anual de la matanza, a la cual confluían muchos y
ayudaban, fiesta de la que los vecinos participaban dedicando su tiempo a los
demás. Eran épocas de una vecindad obligada, rota recientemente por los ardores
de la guerra civil. Esa guerra recién terminada pero que aún sangraba tan
profusamente como el gocho, o bien se quedaba arrinconada en las casas con el
miedo metido en los cuerpos y el frío en las almas.
La Tía Wenceslada había sido aposentada en una
esquina del amplio portalón, al sol, a un lado de la puerta que daba acceso a
la casa y al corral, para que pudiera asistir a la matanza del gocho. Habían
dejado libre el portalón, con el carro en la calle, y el noble marrano estaba
siendo sacrificado con todos los honores y protocolos, como mandaba la
tradición y el buen saber de los vecinos. Y allí permanecía ella sin moverse,
componiendo una figura en total quietud, que a pesar de ampararse de los
rigores otoñales al retostero, parecía una sombra en medio de aquella
agitación. El corral bullía y todos se afanaban en la tarea, realizando cada
cual el oficio que mejor sabía.
La Tía Wenceslada se mantenía en total
inmovilidad, se asemejaba a una figura de cera pero proyectaba una negrura
espesa. A su lado no había sombra; más bien parecía que había huido el sol. Los
niños la miraban con aprensión y no se atrevían a acercarse a ella. Tampoco
había sido precisamente rumbosa de joven; la vida le había salido torcida y el
sufrimiento se había prendado en aquellos ropajes oscuros, de brillos sebosos y
de lamparones esculpidos al fuego de las lágrimas, los rastrojos y la soledad.
Las niñas jugaban en el corral y corrían
persiguiéndose por entre los atareados en la matanza. El abuelo socarrón cogió
una vara y la enarboló contra ellas:
-Jodías chavalas, fuera de aquí. Id a correr a
la plaza; si no ayudáis, no molestéis – Él iba como a medias en broma y a
medias enfadado.
Las niñas se lo tomaron en serio y corrieron
hacia la calle asustadas y vocingleras. Cuando pasaron ante la tía Wenceslada,
una de las chiquillas chocó con ella y la anciana no se inmutó. No se movió, no
dijo nada. Las niñas tampoco se detuvieron para comprobarlo; siguieron su
alocada carrera hasta desaparecer en medio de la prazuela. Pero la tía Lorenza
y la tía Máxima sí fueron conscientes de que algo sucedía.
La Tía Wenceslada no había proferido un grito
roto y desencajado, como era habitual en ella. Se acercaron con cierto temor.
Retiraron un poco el pañuelo negro que cubría su frente y tapaba sus ojos y
comprobaron, con horror, que la anciana estaba con la mirada en blanco, como
perdida en un punto del suelo y que no se movía.
Manuela, que picaba cebolla en el portalón,
cerca de su madre, llorando por la irritación de los ojos, casi sin poder ver
lo que estaba pasando, se quedó paralizada, y entonces, con una voz
desconcertada, mirando hacia la figura de su madre, exclamó:
-¡Ay, Dios mío, ay Dios mío, que no se muera
hoy, que no se muera hoy, que espere a mañana… un día tan señalado!
Quedaron todos extrañados de semejante
comentario, no comprendiendo Leonardo lo que su hermana estaba profiriendo.
Casi rígida, la intentaron levantar de la silla
y no pudieron así que, tal como estaba, en la misma posición de la silla, la
auparon, la subieron a su habitación y la dejaron en el catre de borra, en el
cual ella dormía. Quedó la señora en esa misma postura, como si se abrazase a sí
misma, recogido su cuerpo y sin dar signos de vida: ni parpadeo, ni aliento, ni
calor emanaba aquel cuerpo enjuto, estríado por los surcos de una vida pobre y
arrastrada.
Y fue entonces cuando se oyeron las voces en la
plaza.
-¡Que se murió la Tía Wenceslada!,¡Que se murió
la Tía Wenceslada!
Maruja, Amparo, Leonisa, Nines y María, unas
mozas ya, entraron en la habitación cuando la Tía Máxima estaba intentando
convencer a los familiares de la anciana de ponerla boca arriba en la cama,
dejarla estirada y cruzarla las manos sobre el pecho. Se quedaron en el fondo
de la pequeña habitación. Nadie les dijo nada. La atracción de la muerte, el
misterio del tránsito, la pura situación morbosa de ser testigo de este hecho
cumbre les había llevado hasta allí. Pero el retorcimiento del cuerpo de la tía
Wenceslada y la imposibilidad de llevarlo a su postura natural añadieron a la
escena un elemento más de misterio que en el espíritu de las jóvenes comenzaba
a irse transformando en espanto. Sobrecogidas, se miraban entre ellas deseando
salir de la habitación pero algo más fuerte que su propia voluntad las impedía
moverse, las imposibilitaba hacer el más mínimo movimiento, las forzaba a no
provocar ningún ruido, por pequeño que fuese, como si hacer notar su presencia
allí pudiera desencadenar algo no conocido hasta ahora, fuera del control de
los mayores que aparentaban estar seguros en aquel trance tan penoso.
La tía Lorenza y la tía Máxima tomaron las
riendas de la situación. Los familiares se apartaron. En estas situaciones,
siempre había alguien que daba seguridad a los demás, que parecía saber poner
orden en las cosas mientras los demás se abandonaban a sus sentimientos y
congojas. Siempre se ofrecía alguna mujer, moldeada por los asuntos graves de
la vida y de la muerte, por los trabajos más serios en los que el rigor y la
circunspección no dejan lugar a nada más. Estas mujeres transformaban la
habitación en un lugar cósmico, concitaban las fuerzas telúricas en un fin
sagrado: brindar a este cuerpo ya despojado de sonrojo la composición ideal
para el camino hacia el más allá.
La tía Máxima, decidida y dispuesta, tomó con
cuidado pero con resolución las muñecas de la tía Wenceslada e intentó deshacer
el abrazo con el que los brazos arropaban a las piernas. Nada. La anciana
ejercía una fuerza inusual y la tía Máxima no podía separarlos. Pidió ayuda a
la tía Lorenza, que hasta el momento, observaba con desconfianza la maniobra.
Se pusieron las dos a la faena, con cuidado, con respeto pero ya con un punto
de fiereza en los gestos. Se miraron, cogieron cada una un brazo de la
mortecina abuela y tiraron de ellos con miedo a romper aquel cuerpo mínimo pero
con la suficiente fuerza y decisión. No había manera.
-Esto parece cosa de brujas- deslizó la Tía
Lorenza al oído de su compañera en la tarea –esta vieja con nosotras no va a
poder. Quiera o no, ahora mismo la vamos a estirar. Coge por ahí.
Y las dos, ahora sin miramientos, comenzaron a
tirar, una de los brazos y la otra de las piernas, conteniendo la respiración y
evitando mirar el rostro compungido, ceroso y ceñudo de la anciana, que tampoco
relajaba sus facciones confiriendo a su cara un gesto amenazante y tétrico.
Las mozas, al fondo, observaban con desasosiego
la escena. Amparo se cogía de las manos con Nines y comenzaba a sentir una
mezcla de miedo y congoja que se iba transformando en una misteriosa hilaridad.
Amparo comprobaba, con disimulado pasmo, que estaba a punto de soltar una
carcajada. No sabía qué podía estarle ocurriendo: la escena se le antojaba
cómica, de una comicidad extraña y sobrenatural. Aquella venerable anciana
minúscula podía con dos mujeres bragadas y avezadas en estos tratos. Lo estaba
temiendo, la carcajada brotaba sola, se acercaba al extremo de su boca, nacía
en el estómago y estaba a punto de aflorar. “No, Dios mío, no, no puede ser, no
puedo reírme, por Dios, tengo que contenerme. Mejor me voy a la calle antes de
formar aquí un escándalo imperdonable. No podría nunca más mirarles a la cara a
esta familia…·”
Y en esas estaba cuando se oyó un respingo como
salido de entre las sábanas. Provenía de la tía Wenceslada que mantenía la
cabeza semioculta en la almohada. Todo el mundo quedó paralizado. A Amparo se
le congeló la incipiente carcajada. La tía Máxima algo debió notar porque soltó
las piernas de la anciana; un calambre le recorrió sus propios brazos. La tía
Lorenza también dejó de hacer presión en las manos de la vieja y se quedó
mirándola fijamente a la cara. En el rostro de la vecina se dibujó una mueca de
horror. La tía Wenceslada abrió los ojos hundidos, pegó un brinco y se sentó en
la cama, como si un resorte se hubiera activado por sí solo.
Pasó un segundo del sobresalto, al pavor y a la
huida en tropel de aquel cuarto. Alguien, en su atropellada espantada buscando
la salida iba diciendo: “Que viene a por nosotras, que viene por nosotras”. La
tía Máxima, tan dura y recia, fue la primera en ganar la plaza. La tía Lorenza
se agarró al mantón de Máxima y se dejó arrastrar por ella, ciega por el susto.
Las mozas no pararon de correr hasta el barrio de abajo y no se acercaron a la
casa de la tía Wenceslada, allá en la prazuela, en muchos días, incluso años.
Los propios familiares se refugiaron en el corral donde el cerdo había quedado
a medio chamuscar. Y allí quedaron mirando a la habitación sin atreverse a
subir para comprobar lo que sucedía.
Quedó sola la resucitada anciana en su cuarto.
Se palpó los muslos y la cara, se levantó, se acercó a la ventana que daba al
patio y con esa voz cascada, como de grajo, se dirigió a los allí pasmados
familiares:
-Me quedé dormida, ¿os echo una mano con las
morcillas?
Unos años más tarde, la tía Wenceslada falleció
consumida por los días y la tristeza, en aquella misma habitación. La familia
llamó a dos mujeres de Villanueva para que vinieran a amortajarla. Les dijeron
que era tanta la pena, que nadie en el pueblo quiso a realizar tan piadosa
labor.
José Luis Alonso Díez (Pepín)
3 de diciembre de 2012
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