lunes, 3 de diciembre de 2012

"CUENTOS DEL PUEBLÍN 4"



Mal día para morir

 Año 1940. La señora Rosa estaba lavando las comederas de los pavos en el pozo de la prazuela. Ese pozo que en esa época era caño y lavadero. Caño de poca agua, que se eternizaban las mozas para llenar un botijo, no digo ya dos calderos. Luego lo excavaron y lo hicieron pozo con brocal de ladrillo, así con cerramiento oblicuo, que hubiera terminado en cúpula, de modo que cuando uno se asomaba a él, daba esa sensación de vértigo, de vacío, de asomarse al abismo negro de las aguas. Junto a ella, Maruja, Leonisa, Nines, María, y Amparo hablaban de sus cosas cuando oyeron voces destempladas:

-¡Que se murió la Tía Wenceslada!,¡Que se murió la Tía Wenceslada!

En la casa de la Tía Wenceslada era día de matanza, día importante. Manuela y Leonardo, sus hijos, se encargaban del sacrificio del cerdo con la ayuda de los vecinos. En medio del corral agonizaba el gocho sangrando con generosidad. Allí se afanaban unos en la matanza y la chamusquina y otras en revolver la sangre para que fuera aprovechada más tarde para las bienaventuradas morcillas. Los niños esperaban anhelantes a que comenzaran a abrirlo y vaciarlo porque con la vejiga se hacían un balón que duraba varios días. No faltaba el abuelo socarrón que, dirigiéndose al cerdo en medio de sus chillidos, dijera eso de “De que te quejarás, si tuvieras que ir mañana a la escuela, como estos pobres infelices”. Todos se reían, aquello era una fiesta, la fiesta anual de la matanza, a la cual confluían muchos y ayudaban, fiesta de la que los vecinos participaban dedicando su tiempo a los demás. Eran épocas de una vecindad obligada, rota recientemente por los ardores de la guerra civil. Esa guerra recién terminada pero que aún sangraba tan profusamente como el gocho, o bien se quedaba arrinconada en las casas con el miedo metido en los cuerpos y el frío en las almas.

La Tía Wenceslada había sido aposentada en una esquina del amplio portalón, al sol, a un lado de la puerta que daba acceso a la casa y al corral, para que pudiera asistir a la matanza del gocho. Habían dejado libre el portalón, con el carro en la calle, y el noble marrano estaba siendo sacrificado con todos los honores y protocolos, como mandaba la tradición y el buen saber de los vecinos. Y allí permanecía ella sin moverse, componiendo una figura en total quietud, que a pesar de ampararse de los rigores otoñales al retostero, parecía una sombra en medio de aquella agitación. El corral bullía y todos se afanaban en la tarea, realizando cada cual el oficio que mejor sabía.

La Tía Wenceslada se mantenía en total inmovilidad, se asemejaba a una figura de cera pero proyectaba una negrura espesa. A su lado no había sombra; más bien parecía que había huido el sol. Los niños la miraban con aprensión y no se atrevían a acercarse a ella. Tampoco había sido precisamente rumbosa de joven; la vida le había salido torcida y el sufrimiento se había prendado en aquellos ropajes oscuros, de brillos sebosos y de lamparones esculpidos al fuego de las lágrimas, los rastrojos y la soledad.
Las niñas jugaban en el corral y corrían persiguiéndose por entre los atareados en la matanza. El abuelo socarrón cogió una vara y la enarboló contra ellas:
-Jodías chavalas, fuera de aquí. Id a correr a la plaza; si no ayudáis, no molestéis – Él iba como a medias en broma y a medias enfadado.

Las niñas se lo tomaron en serio y corrieron hacia la calle asustadas y vocingleras. Cuando pasaron ante la tía Wenceslada, una de las chiquillas chocó con ella y la anciana no se inmutó. No se movió, no dijo nada. Las niñas tampoco se detuvieron para comprobarlo; siguieron su alocada carrera hasta desaparecer en medio de la prazuela. Pero la tía Lorenza y la tía Máxima sí fueron conscientes de que algo sucedía.

La Tía Wenceslada no había proferido un grito roto y desencajado, como era habitual en ella. Se acercaron con cierto temor. Retiraron un poco el pañuelo negro que cubría su frente y tapaba sus ojos y comprobaron, con horror, que la anciana estaba con la mirada en blanco, como perdida en un punto del suelo y que no se movía.

Manuela, que picaba cebolla en el portalón, cerca de su madre, llorando por la irritación de los ojos, casi sin poder ver lo que estaba pasando, se quedó paralizada, y entonces, con una voz desconcertada, mirando hacia la figura de su madre, exclamó:
-¡Ay, Dios mío, ay Dios mío, que no se muera hoy, que no se muera hoy, que espere a mañana… un día tan señalado!
Quedaron todos extrañados de semejante comentario, no comprendiendo Leonardo lo que su hermana estaba profiriendo.

Casi rígida, la intentaron levantar de la silla y no pudieron así que, tal como estaba, en la misma posición de la silla, la auparon, la subieron a su habitación y la dejaron en el catre de borra, en el cual ella dormía. Quedó la señora en esa misma postura, como si se abrazase a sí misma, recogido su cuerpo y sin dar signos de vida: ni parpadeo, ni aliento, ni calor emanaba aquel cuerpo enjuto, estríado por los surcos de una vida pobre y arrastrada.

Y fue entonces cuando se oyeron las voces en la plaza.
-¡Que se murió la Tía Wenceslada!,¡Que se murió la Tía Wenceslada!


Maruja, Amparo, Leonisa, Nines y María, unas mozas ya, entraron en la habitación cuando la Tía Máxima estaba intentando convencer a los familiares de la anciana de ponerla boca arriba en la cama, dejarla estirada y cruzarla las manos sobre el pecho. Se quedaron en el fondo de la pequeña habitación. Nadie les dijo nada. La atracción de la muerte, el misterio del tránsito, la pura situación morbosa de ser testigo de este hecho cumbre les había llevado hasta allí. Pero el retorcimiento del cuerpo de la tía Wenceslada y la imposibilidad de llevarlo a su postura natural añadieron a la escena un elemento más de misterio que en el espíritu de las jóvenes comenzaba a irse transformando en espanto. Sobrecogidas, se miraban entre ellas deseando salir de la habitación pero algo más fuerte que su propia voluntad las impedía moverse, las imposibilitaba hacer el más mínimo movimiento, las forzaba a no provocar ningún ruido, por pequeño que fuese, como si hacer notar su presencia allí pudiera desencadenar algo no conocido hasta ahora, fuera del control de los mayores que aparentaban estar seguros en aquel trance tan penoso.

La tía Lorenza y la tía Máxima tomaron las riendas de la situación. Los familiares se apartaron. En estas situaciones, siempre había alguien que daba seguridad a los demás, que parecía saber poner orden en las cosas mientras los demás se abandonaban a sus sentimientos y congojas. Siempre se ofrecía alguna mujer, moldeada por los asuntos graves de la vida y de la muerte, por los trabajos más serios en los que el rigor y la circunspección no dejan lugar a nada más. Estas mujeres transformaban la habitación en un lugar cósmico, concitaban las fuerzas telúricas en un fin sagrado: brindar a este cuerpo ya despojado de sonrojo la composición ideal para el camino hacia el más allá.

La tía Máxima, decidida y dispuesta, tomó con cuidado pero con resolución las muñecas de la tía Wenceslada e intentó deshacer el abrazo con el que los brazos arropaban a las piernas. Nada. La anciana ejercía una fuerza inusual y la tía Máxima no podía separarlos. Pidió ayuda a la tía Lorenza, que hasta el momento, observaba con desconfianza la maniobra. Se pusieron las dos a la faena, con cuidado, con respeto pero ya con un punto de fiereza en los gestos. Se miraron, cogieron cada una un brazo de la mortecina abuela y tiraron de ellos con miedo a romper aquel cuerpo mínimo pero con la suficiente fuerza y decisión. No había manera.

-Esto parece cosa de brujas- deslizó la Tía Lorenza al oído de su compañera en la tarea –esta vieja con nosotras no va a poder. Quiera o no, ahora mismo la vamos a estirar. Coge por ahí.

Y las dos, ahora sin miramientos, comenzaron a tirar, una de los brazos y la otra de las piernas, conteniendo la respiración y evitando mirar el rostro compungido, ceroso y ceñudo de la anciana, que tampoco relajaba sus facciones confiriendo a su cara un gesto amenazante y tétrico.

Las mozas, al fondo, observaban con desasosiego la escena. Amparo se cogía de las manos con Nines y comenzaba a sentir una mezcla de miedo y congoja que se iba transformando en una misteriosa hilaridad. Amparo comprobaba, con disimulado pasmo, que estaba a punto de soltar una carcajada. No sabía qué podía estarle ocurriendo: la escena se le antojaba cómica, de una comicidad extraña y sobrenatural. Aquella venerable anciana minúscula podía con dos mujeres bragadas y avezadas en estos tratos. Lo estaba temiendo, la carcajada brotaba sola, se acercaba al extremo de su boca, nacía en el estómago y estaba a punto de aflorar. “No, Dios mío, no, no puede ser, no puedo reírme, por Dios, tengo que contenerme. Mejor me voy a la calle antes de formar aquí un escándalo imperdonable. No podría nunca más mirarles a la cara a esta familia…·”

Y en esas estaba cuando se oyó un respingo como salido de entre las sábanas. Provenía de la tía Wenceslada que mantenía la cabeza semioculta en la almohada. Todo el mundo quedó paralizado. A Amparo se le congeló la incipiente carcajada. La tía Máxima algo debió notar porque soltó las piernas de la anciana; un calambre le recorrió sus propios brazos. La tía Lorenza también dejó de hacer presión en las manos de la vieja y se quedó mirándola fijamente a la cara. En el rostro de la vecina se dibujó una mueca de horror. La tía Wenceslada abrió los ojos hundidos, pegó un brinco y se sentó en la cama, como si un resorte se hubiera activado por sí solo.

Pasó un segundo del sobresalto, al pavor y a la huida en tropel de aquel cuarto. Alguien, en su atropellada espantada buscando la salida iba diciendo: “Que viene a por nosotras, que viene por nosotras”. La tía Máxima, tan dura y recia, fue la primera en ganar la plaza. La tía Lorenza se agarró al mantón de Máxima y se dejó arrastrar por ella, ciega por el susto. Las mozas no pararon de correr hasta el barrio de abajo y no se acercaron a la casa de la tía Wenceslada, allá en la prazuela, en muchos días, incluso años. Los propios familiares se refugiaron en el corral donde el cerdo había quedado a medio chamuscar. Y allí quedaron mirando a la habitación sin atreverse a subir para comprobar lo que sucedía.

Quedó sola la resucitada anciana en su cuarto. Se palpó los muslos y la cara, se levantó, se acercó a la ventana que daba al patio y con esa voz cascada, como de grajo, se dirigió a los allí pasmados familiares:
-Me quedé dormida, ¿os echo una mano con las morcillas?

Unos años más tarde, la tía Wenceslada falleció consumida por los días y la tristeza, en aquella misma habitación. La familia llamó a dos mujeres de Villanueva para que vinieran a amortajarla. Les dijeron que era tanta la pena, que nadie en el pueblo quiso a realizar tan piadosa labor.




José Luis Alonso Díez (Pepín)

3 de diciembre de 2012
 

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